(Se cumplen cien años del nacimiento de Jaime Sáenz, monstruo sagrado de la literatura boliviana. De entre la montaña de escritos al respecto, éste comenta las razones del mito)

Franco Sampietro

Ya desde mi primer lejano encuentro con Jaime Sáenz me pregunté cuál era la causa de su enorme mito por estas tierras. Como poeta (como a él le gustaba que lo recordaran) resulta, si no olvidable, apenas pasable, y como narrador, sus dos obras capitales –Felipe Delgado y Los papeles de Narciso Lima-Achá- no justifican la admiración rayana en el fetichismo que las precede. Son engorrosas, descuidadas, pierden fuelle, abusan del tremendismo, e incluso parecieran, por rachas, que el autor perdiera interés en la narración misma. Algo más debía haber en esa obra. Hasta que me topé con el personaje.

 Jaime Sáenz creó una leyenda de vértigo, sordidez y autodestrucción entre quienes lo conocieron en vida, dilatada, después, por quienes lo leyeron deseando que el autor real se pareciera a su personaje de él mismo. Y es que, en efecto, también la atmósfera de quien escribe tiene que ver con la recepción de una obra. No sólo por sus atributos de pesimista, de maldito, de macabro, de poseedor de un pathos exacerbado que evoca a un Dostoievski pasado por Baudelaire en un espacio insólito (por así decir), sino porque vivió en la propia piel el mundo de sus ficciones, haciendo suyo el principio hinduista que afirma que el único conocimiento válido es el que se experimenta en carne propia. Nadie puede negarle su coherencia a Sáenz. Ello fue, seguramente, una teoría personal sobre la condición humana: una manera extrema de enfrentar la hipocresía y entender que con buenos modales no se escriben buenos libros.

 La obra de Sáenz, pese a sus falencias -y quizás justamente por eso- ocupa un lugar único en la literatura boliviana, ya que tanto la temática, el ambiente, el vocabulario y los personajes que trata serían un contrasentido en un estilo prolijo. Se ubica en la antípoda de un autor profesional, que no tiene qué decir pero lo dice impecablemente. Escribió en un tiempo en que primaban dos corrientes antitéticas: por un lado, el realismo social de denuncia, entre los escritores de izquierda; por el otro, el relato fantástico o psicológico de tinte modernista, entre los de la elite. En ese campo literario, sus libros resultaban claramente extemporáneos.

 Su estilo es en sí mismo un pastiche, combinación de géneros altos y bajos donde se mezclan la crónica, el folletín, el policial negro, el decadentismo, el neogótico, el costumbrismo, el grotesco, la sátira social, el realismo brutal, la fantasía. Su ideología, transmite pensamientos políticos confusos: una balumba de fascismo y anarquismo. Era, además, germanófilo confeso, en un tiempo donde eso significaba mucho más que amar a una cultura. Había estudiado en Alemania siendo joven y conocía muy bien su literatura, que por cierto, podría incluirse en otro de sus rasgos teratológicos, dado que es un lugar común de la literatura europea –incluida la literatura alemana- denigrar a lo alemán como a una entelequia con un trasfondo inquietante, si no psicópata (una cita del alemán W. G. Sebald: “No había nada que deseara más fervientemente que pertenecer a otra nación, o mejor aún, no pertenecer a ninguna”: Sobre la historia natural de la destrucción). A simple vista, sus historias parecen realistas, pero lo que describe son casos extremos: bordeando la fantasía; y sin embargo, en un estrato profundo son más reales que en su apariencia, ya que avizoran fenómenos que, más tarde, serían cotidianos, y que leídos hoy día, no sorprenden porque tienen un aire conocido.

 Su gran virtud, seguramente, radica en su tratamiento de la vida en la gran urbe, recuperando el lenguaje oral, centrado en personajes de clase baja o media baja a quienes el caos de la existencia moderna ha arrojado a la marginalidad, el alcohol, el delito o la locura. Tan lumpenes sus criaturas, que devienen casi fantásticas, entre mesiánicas y taumatúrgicas. Y sin embargo, se movió por los mismos bajos fondos que ellos, compartiendo con ex hombres, alcohólicos y delincuentes idénticos antros. Hay en Sáenz una fascinación por describir esos sitios, una atención minuciosa por los detalles, señalando con obsesiva precisión nombres y hasta números de calles y lugares donde circulan sus anti-héroes. Esa especificación topográfica, hipernaturalista, era una innovación estilística para el contexto. 

 Sus espacios favoritos son pensiones y departamentos minúsculos de clase baja, habitáculos de gente pobre, con zaguanes profundos, patiecitos oscuros como pozos y cuartos sin ventanas con luces mortecinas. Y de entre todos, la descripción de tabernas y chinganas sacadas del último círculo del infierno, tan sórdidas, tan patéticas, que resulta casi increíble que no las haya inventado.

 La clase alta, por el contrario, en su obra se escurre fantasmal, inaccesible a la mirada del hombre de la calle. Las mansiones le son ajenas, las mira desde afuera y solo puede imaginarlas como un decorado de fondo. Pero también están ausentes los barrios obreros. La pobreza proletaria no le interesa: es demasiado anodina, insípida comparada con el fascinante mundo lumpen. Campea en sus libros, más que una idolatría de lo marginal, un romanticismo del lado oscuro del ser humano.

 Ello, entonces, lo acerca al existencialismo. Allí encajan las decisiones ilógicas, porque sí, para violentar el sentido común burgués. Lo mismo la angustia, el absurdo, el sinsentido, el acto gratuito, la afirmación de sí mismo a través de la autodestrucción. Se complica más todavía porque su mundo no es claro, más bien circula por límites imprecisos entre lo imaginario y lo real, el sueño y la vigilia, la lucidez y el delirio, la lógica y el caos, lo alegórico y lo documental. Y sin embargo, las situaciones más estrafalarias y los alter egos más retorcidos son tan verosímiles, que se ha hecho común referirse a ellos como a “personajes saenzianos”. Es como si cada tanto nos topáramos en La Paz con algunos de estos personajes y estas escenas desmesuradas, dejándonos la sensación de lo ya vivido. Por otra parte, cuando describe desde esta partitura a los aparapitas, ¿no está haciendo una forma descarnada de denuncia?

 Su máximo mérito radica en haber conocido la ciudad suburbana, incorporando ambientes, dialectos y seres marginales. Y más todavía: haberse convertido él mismo en personaje literario (de hecho, él aparece cada tanto en su obra, y se describe como un ser repulsivo y un borracho irredento). Por esa conocida ley de la dialéctica según la cual “los cambios cuantitativos se vuelven cualitativos” (y que Nietzsche acuñó de un modo maravilloso: “cuando miras largo tiempo a un abismo, no olvides que el abismo mira dentro de ti”), se transformó en un outsider, libre de toda culpa y vergüenza y con las manos sueltas para indagar lo que de veras importa. Es como si hubiera entendido que a partir de cierto punto ya no hay retorno: no hay modo de comportarse como alguien razonable. En Los papeles de Narciso Lima-Achá está dicho: “yo que tú no me disfrazaba; yo que tú me volvía disfraz”. Así, abandonar la patria etílica y querer darse de alta en la raza humana puede llevar a descubrir que no hay tal raza humana, que el mundo de los abstemios es peor que el de los alcohólicos, por despiadadamente inhumano. Tal vez comprendió que no vale la pena el esfuerzo de intentar comunicarse con el mundo de la gente sensata y serena, porque ese mundo no existe.

 (También habría que decir que las estelas de esa postura le hicieron daño a Bolivia; por ejemplo, la llenaron de escribidores y pseudoartistas que piensan que beber es un pre requisito para el talento, menos parecidos a escritores con problemas de alcoholismo que a alcohólicos con problemas de escritura).   

 En cuanto a Sáenz, en cualquier caso, vive encerrado en su universo privado, con el humor negro como escudo y la bebida como lubricante social, a caballo entre sus ficciones y su flânerie de caminador sin rumbo por los antiguos suburbios de una ciudad cambiante, y que él describe con gran sentido de la puesta en escena (como buen escritor visual). Su percepción de La Paz es casi cinematográfica, con iluminaciones, claroscuros y contrastes (como prueba la película El cementerio de los elefantes, un film homenaje que parece hecho por Sáenz mismo). Esto último le viene, seguramente, también de los alemanes: del cine expresionista alemán de los años veinte y treinta y su interés por la calle como símbolo de la vida moderna (ejemplos: Metrópolis, de Fritz Lang, Asfalto, de Joe My o Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de Walter Ruttman). 

 Esa temática, en todo caso, no era del todo nueva. En efecto, la industrialización, la oleada migratoria del campo a la ciudad, las innovaciones de la técnica y el desarrollo de los medios de comunicación originaron confusión y cambios profundos en los hábitos y las costumbres de los centros urbanos. Es así que surgen, desde 1.930, novelas como Manhattan transfer y Paralelo 52, de John Dos Passos, Petesburgo, de Andrey Biely o –más acá- Los siete locos, de Roberto Arlt, al tiempo que el tema se convierte en objeto de estudios culturales.

 Sáenz forma parte de ese tipo de escritores que intenta fijar la ciudad recordada en un momento en que empieza a desaparecer del todo; no otra cosa es la nostalgia que despide Felipe Delgado, o mucho más todavía Imágenes paceñas. Porque no se trata sólo de una modernización económica, sino de la instalación de la modernidad como estilo cultural. Es a partir de allí que su obra intenta fijar el fantasma huidizo de una calle de un personaje o de una costumbre todavía intocado por los estigmas de lo moderno, y los busca mediante una operación guiada por el azar y la renuncia a los espacios abiertos, luminosos y centrales.

 Pero la ciudad que dibuja Sáenz no se parece a la de nadie más, y ahí reside su originalidad y su grandeza. Su realismo oscuro, aunado al ambiente extremo de los submundos paceños (una ciudad de por sí ya exótica), hace que otros autores de esa línea, como Bukowski, Genet o Céline parezcan renegados burgueses a su lado.

 Ahora bien: escribió hace cerca de medio siglo. ¿Cómo describiría hoy a La Paz Jaime Sáenz?: sería más parecida a la ciudad de Blade Runner (Ridley Scott, 1.982) ambientada en el 2.019 -donde conviven la alta tecnología con la decrepitud y el deterioro, el producto más sofisticado con la montaña de basura en las aceras, la tienda de última moda con la legión de indigentes-, que a la de Metrópolis. No podría vagabundear de noche como antes, ni demorarse en un bar durante días, entre otros mil inconvenientes nada poéticos. La decadencia actual de La Paz no ha encontrado su narrador aún. O quizás existe, pero no lo hemos descubierto todavía.            

Deja un comentario

Descubre más desde Periódico El Andaluz

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo

Abrir chat
Escanea el código
Hola, gracias por comunicarte al Periódico \"El Andaluz\"
¿En qué podemos ayudarte?