A esa hora en la que el sol empieza a ceder su trono al viento tibio del sur, cuando las sombras se estiran por las aceras y los perros callejeros reclaman la calle como suya, el Barrio Municipal de la localidad de Bermejo ser alarmó del letargo con el paso firme de botas, radios crepitantes y miradas entrenadas. No era un día cualquiera. Era 12 de junio. El día en que el Estado —con todas sus caras: Policía, Defensoría, Derechos Humanos, SLIM y hasta la Coordinadora del Pueblo— tocó la puerta de una casa cualquiera, con una orden en mano y la sospecha clavada en el pecho.
Según se informó por fuentes policiales de manera preliminar, no hubo gritos, ni forcejeos. No hacía falta. La orden estaba clara: desapoderar. Quitarle al ausente lo que la ley ya no le reconocía como suyo. Pero entre muebles humildes y paredes que escucharon más de lo que callan, lo que se halló fue otra historia. Silenciosa. Letal.
Arriba de un ropero de madera envejecida, como escondido entre los años y la costumbre, yacía un secreto negro: una bolsa de tela oscura, sin pretensiones. Adentro, la verdad: una metralleta Alcón, nacida en alguna industria argentina con vocación de guerra, tan muda como amenazante. Al lado, un cañón de escopeta calibre 20, herrumbroso, como un testigo cansado. Y más abajo, el lenguaje de la violencia en su forma más pura: tres cajas de proyectiles —30 balas de 9mm, 28 de .45, y otras 30 de calibre 9 corto—, ordenadas como si esperaran una señal que nunca llegó.
No había nadie en la casa. Solo el silencio. El dueño —dueño también del olvido o del peligro, quién sabe— no estaba. Pero su ausencia no impidió el secuestro del hallazgo. La escena fue documentada, marcada y entregada al Ministerio Público. Los protocolos se cumplieron. La ley respiró. Pero la calle… la calle se quedó pensando.






