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Riadas ponen en alerta a Tarija, según la AMT

(ABI/EL Andaluz con datos BBC)

Acorde ABI la Asociación de Municipios de Tarija (AMT) evaluará la magnitud de los desastres que ocasionaron las riadas producidas por las fuertes lluvias en diferentes comunidades del departamento, informó este domingo el presidente de esa entidad, William Guerrero.

Indicó que se realizó un sobrevuelo en helicóptero por las comunidades y municipios de Ancón, La Angostura, Juntas, Uriondo, Padcaya, Chaguaya, La Huerta, Camacho, Entre Ríos, Salinas, La Cueva, entre otros afectados por las riadas.

“Desde el aire se tomaron imágenes, estuvieron presentes los medios de comunicación, para hacer una evaluación de todos los desastres que se han suscitado en los anteriores días”, explicó el representante de los municipios tarijeños a los periodistas. 

Señaló que ahora toca evaluar la magnitud de los desastres suscitados visitando las zonas afectadas.

“Lo que toca es hacer una evaluación, ir comunidad por comunidad, por tierra para ver la magnitud de los desastres y el apoyo que ha brindado nuestro hermano presidente (Luis Arce y) nuestros ministros de manera inmediata en lo que han sido los desastres en el departamento de Tarija”, enfatizó.

El sábado, el viceministro de Defensa Civil, Juan Carlos Calvimontes, informó que el Gobierno nacional movilizó a las Fuerzas Armadas y destinó ayuda humanitaria para atender a los damnificados por las intensas lluvias suscitadas en el país, principalmente en Tarija, donde cuatro municipios resultaron afectados.

Lluvias en Amazonas Boliviano

—¿Por qué será que llueve tanto? ¿Será por Dios?— se pregunta Olga Semo, arrugas como mapa viejo, 66 años, siete hijos (dos muertos), varios nietos que pululan a su alrededor con las sandalias rajadas, shorts delgaditos y el gesto pícaro de Bart Simpson.

Se lo pregunta sentada plácidamente en Mangalito, en el departamento del Beni (Bolivia), a unos 16 kilómetros de la ciudad de Trinidad, con las piernas encogidas, el pelo suelto y la espalda inclinada hacia delante. Se lo pregunta así como uno conjetura sobre la muerte al enterarse de que alguien cercano estiró la pata tras una enfermedad fulminante. Y después mira hacia ninguna parte, que aquí a veces es sinónimo de mirar a lo lejos, que aquí a veces es sinónimo de mirar hacia arriba, al infinito. Y arriba hay un cielo azul casi perfecto. Y en el cielo: ni una sola gota de agua, ni un solo chubasco.

A principios de este año, cuando arremetió la inundación —el golpe de agua imprevisto que arrasó con una infinidad de cultivos y buena parte del hato ganadero—, los vecinos de Mangalito no tuvieron la necesidad de abandonar su comunidad: se transportaban de una casa a otra en canoa. Sus viviendas están sobregiradas, es decir, suspendidas sobre el suelo casi dos metros, y se han convertido en un refugio efectivo. Las hicieron de madera, con techo de calamina, y las asentaron sobre columnas macizas de concreto. Fueron construidas en su mayor parte con aportes del Gobierno Autónomo Municipal de Trinidad y la Fundación para el Desarrollo Participativo Comunitario, y cada una costó alrededor de 3.000 dólares (2.438 euros), una minifortuna para las 22 familias que siempre han dependido aquí de la pesca diaria.

Liz Crew, de 57 años, una granjera británica que también fue víctima de una inundación en fechas muy similares, examina ahora las estructuras con interés. Pregunta hasta qué altura subió el agua y el corregidor, Luciano Rocha, un tipo chato que se peina con raya al costado, le enseña una marca por encima de su cabeza, sobre un pilar.

Mientras Luciano sigue con su explicación, Liz lo contempla todo asombrada. Ella ha llegado a Mangalito como invitada de la organización Oxfam para protagonizar un documental que mostrará cómo sobreviven en Bolivia a los efectos de dos fenómenos —El Niño y La Niña— que no hemos acabado todavía de comprender del todo. Ha tardado en pisar la comunidad casi tres días (su trayecto: Londres, Miami, Santa Cruz de la Sierra, Trinidad). Luce una media melena de color terroso. Viste una camisa crema de manga larga y botones chiquitos. Cubre sus ojos celestes bajo unos lentes de sol que cambia por unos normales y corrientes cada vez que le exigen prepararse para rodar una nueva toma. Y mientras toma un sorbo detrás de otro de una bebida hidratante con una tonalidad muy rara tiene la pinta de una extraterrestre perdida en la Amazonía boliviana.

Es casi mediodía, jueves. Algunas de las mujeres jóvenes de Mangalito se dan bríos para preparar el almuerzo, varios muchachitos juegan dentro de una carretilla, Liz toma un respiro y Olga Semo, bajo la escuela, también sobregirada, dice que, cuando esto era agua —un mar imposible—, cocinaban en la balconada de las casas a leña; y el riesgo entonces (y también el contrasentido) era que, aunque rodeados de agua por todo lado, la ropa, el piso, las bolsas de hule podían comenzar a arder en cualquier momento.

En su último libro, Martín Caparrós asegura que hambruna es la versión más brutal de la palabra hambre; y por asociación cualquiera pensaría lo propio de la palabra inundación en relación a la palabra agua. El poeta japonés Masaoka Shiki hacía énfasis en la soledad que lo invade todo en una planicie inundada. Y la periodista Josefina Licitra equipara las inundaciones (en este caso, argentinas) con el agua mala.

En Gran Bretaña, tras uno de los inviernos más húmedos de los últimos tiempos, el agua mala arrasó el área en la que vive Liz actualmente, y 80 de las 93 viviendas de su pueblo —muchas de ellas, bungalows— quedaron deshabitadas. En aquel pañuelo de tierra que hasta horas antes de la inundación era fecundo, el inventario del desastre no fue tan dramático como suele serlo en otras latitudes del planeta, pero hay gente que hizo las maletas para no regresar nunca, automóviles que fueron abandonados en las carreteras como si se tratara de los restos de un naufragio y el agua alcanzó varios metros de profundidad en algunos puntos. Liz se vio obligada a vender sus ovejas, sus chanchos y sus aves de corral. Y tenía un plan para resistir cualquier contingencia que consistía en separar a toda la familia —ella y sus dos perros se irían con su madre, su marido se quedaría con su hermana y su hijo menor, con la suya—. Pero no hizo falta que lo pusiera en marcha. Bastó con trasladar los muebles, los documentos y las cosas valiosas a la segunda planta de su hogar, habilitarla como guarida y esperar a que las bombas de drenaje hicieran lo suyo y el agua bajara: tardó en hacerlo más de dos meses.

En las selvas y las pampas del Beni, a principios de este año el agua mala fue un diluvio de grandes proporciones. Así es casi siempre aquí cuando ataca un aguacero. Pero esta vez se superaron todas las previsiones. En Trinidad —la principal ciudad— y sus alrededores, llovió casi el doble que el año pasado. En algunos parajes, sólo se veían las copas de los árboles. Muchos caminos desaparecieron bajo el enorme espejo de agua. Algunos poblados se convirtieron en islotes repentinamente. Y más del 80% de la superficie de esta franja amazónica —es decir, una extensión equivalente a un país del tamaño de Uruguay— experimentó las secuelas de los desbordamientos.

—Nosotros permanecimos varios meses con el agua alrededor. Faltaron como cuatro dedos para que se entrara —le cuenta a Liz en Mangalito Graciela Moye, polera escarlata, 36 años—. Pero antes era peor, antes a nuestros niños se les pudrían las patas.

Traducción: les salían sabañones, escaras y otros estigmas que nadie descifraba.

La charla con Liz se ha improvisado en uno de los dormitorios de Graciela. A su alrededor, hay un mueble lleno de pantalones y poleras y una cama con una colcha infantil muy llamativa. Y en la sala contigua, más de lo mismo, equipamiento mínimo: otra cama, un cubo con trozos de fierro, un libro sin tapas, un paquete vacío de cigarros.

Aquí, a 37 grados de temperatura y con una sensación térmica de 40 o 41, hablar acerca de lo que pasó —hacerse una idea de lo que fue la inundación— es complicado.

—Siempre ha sido duro. Pero antes era peor —repite Graciela—. Antes, nuestras casas no estaban elevadas, eran de tabique (palos y barro prensado) y las destruía el río.

En uno de los sectores periféricos de Trinidad, Elsa Melgar Paredes, de 65 años, dice que el clima está loco, que ya no plantan semilla con las mismas ganas porque albergan el temor de que el agua estropee su maicito, como sucedió con la inundación reciente.

—¿Será un castigo divino lo que nos pasó? —se pregunta, me pregunta—. Mire usted tantas cosas malas que están ocurriendo en otros países. Mire, por ejemplo, esa enfermedad extraña, el ébola. Así se llama, ¿no es cierto? Yo ando con bastante miedo. ¿Y si eso acaba acá? Dicen que ya no está lejos, que ya se entró a España, ¿será verdad?

En uno de los sectores periféricos de Trinidad, Elsa Melgar Paredes, de 65 años, dice que el clima está loco, que ya no plantan semilla con las mismas ganas porque albergan el temor de que el agua estropee su maicito, como sucedió con la inundación reciente.

—¿Será un castigo divino lo que nos pasó? —se pregunta, me pregunta—. Mire usted tantas cosas malas que están ocurriendo en otros países. Mire, por ejemplo, esa enfermedad extraña, el ébola. Así se llama, ¿no es cierto? Yo ando con bastante miedo. ¿Y si eso acaba acá? Dicen que ya no está lejos, que ya se entró a España, ¿será verdad?

Elsa está sentada en un pequeño taburete mientras mira cómo su esposo y uno de sus yernos preparan un terreno haciendo surcos. Su cabello es una brillante lámina blanca. Viste una camisa holgada sobre un vestido floreado. Calza unas zapatillas que parecen de andar por casa sobre sus pies hinchados y tiene a su nieto enfermo en brazos.

—Le agarró la tos —suspira. Y después frota con delicadeza el pecho del niño.

Elsa forma parte de los beneficiarios del proyecto Pedro Ignacio Muiba, que se halla en el barrio con el mismo nombre y pretende facilitar un ingreso extra a familias de bajos recursos con el apoyo de la fundación Kenneth Lee, creada en homenaje a un arqueólogo estadounidense apodado El Gringo que estudió la cultura hidraúlica de los llanos de la zona y que dio pie a la recuperación de los llamados camellones de cultivo.

Supuestamente, los camellones eran el sistema con el que los antepasados de Elsa domesticaban el agua en la era precolombina. Se basan en canales conectados entre sí que remojan el suelo y en promontorios artificiales con diferentes capas elaboradas a partir de la tierra extraída. Bien armados —es decir, cuando se elevan hasta una altura considerable—, multiplican el rendimiento del terreno y minimizan las consecuencias de las crecidas. Quizá por eso algunos piensan que serían la solución perfecta para países como Bangladesh, donde el 66% del territorio se inunda cada vez que el monzón —un viento estacional que empuja nubarrones negros— embiste y mata.

En su parcela, Elsa, que no tiene idea de lo que es el monzón, está a punto de iniciar la siembra. Se la ve risueña, a pesar de que el sol hace rato ya que sacó su látigo.

—Venir aquí me divierte mucho. En casa me enfermo —asegura.

—Aquí, yo soy la que pienso y ellos los que ejecutan —se ríe.

Ella aquí es una especie de mamá grande. Y ellos: su esposo, sus hijos, su yerno.

En el Beni, en la temporada crítica, la lluvia es casi siempre una tromba fatídica, como cuando alguien abre un grifo y se olvida de cerrarlo durante horas. En las inundaciones de 2008 —que fueron más benévolas que las de este año, pero igual de inesperadas—, Trinidad se convirtió en un enorme campo de refugiados que algunos se atrevieron a comparar con los africanos en períodos de guerra. Para salir adelante, no faltaba quien vendía tarjetas de celular, refrescos o empanadas, y algunos alquilaban sus balsas a 15 o 20 bolivianos la hora (entre 1,6 y 2,2 euros). Por aquel entonces, el agua —el agua buena—, cuando llovía, es decir, cuando seguía lloviendo, se recogía en tachos. Y la otra, la que lo rodeaba todo —contaminada por culpa de los animales muertos y las cloacas—, se transformó en un foco de enfermedades. Por aquel entonces, se apilaban 10, 11, 12 personas bajo los toldos de las organizaciones internacionales de ayuda. Por aquel entonces, Nilson Jiménez, uno de los afectados, acampó junto a sus pertenencias —ollas, alacenas, herramientas— a pocos metros de su vivienda semiinundada, y se mecía indolente en una hamaca mientras explicaba que se quedaría allí para que no le robaran.

Este año, la inundación fue aún más severa, y algunas imágenes se repitieron.

—Yo tuve que huir con toda mi familia y refugiarme en una escuelita que acondicionaron las autoridades locales —explica Juan Choque, presidente de los piscicultores de los camellones del barrio Pedro Ignacio Muiba, un tipo fornido de 53 años—. Nos quedamos ahí como cuatro meses. No teníamos intimidad siquiera. Ojalá este año los diques del anillo protector no cedan. Parece que los han reforzado de nuevo.

Los diques son muy parecidos a los que les permitieron cosechar hasta hace poco cientos de peces que luego vendían en los mercados y los restaurantes trinitarios. Una defensa artificial, un paliativo, como otros tantos, como los utensilios para purificar el agua, como los techos precarios de plástico para los damnificados que posibilitaron un relajo cuando todo escaseaba: la carne, el azúcar, la leche en polvo, hasta el pescado.

Choque, de dedos gruesos, además de piscicultor, es artesano: trabaja con cuero. Habla con adoración de sus ocho hijos. Piensa que la culpa de lo que soportaron hasta hace unas cuantas semanas es de las represas que levantó Brasil en las proximidades del río Madera. Y teme quedarse sin nada si vuelve a llover con intensidad el año que viene.

Desde la avioneta, desde el aerotaxi en el que viaja ahora Liz a Santa Ana del Yacuma, la tierra firme es una gran alfombra salpicada de vegetación y ríos en zigzag constante. A principios de este año, sin embargo, parecía el océano Pacífico; y Santa Ana, una próspera localidad con alrededor de 12.000 habitantes, era una isla donde se volvieron imposibles los despegues y los aterrizajes.

En el Beni, se calcula que hay alrededor de 3.000 arroyos, 2.000 lagos y 26 ríos navegables. Es decir, una peligrosa munición cada vez que llueve un poquito más de la cuenta. Las inundaciones suelen reptar silenciosamente de las zonas más altas a las más bajas. Y su hoja de ruta suele ser la siguiente: Loreto, San Andrés, Trinidad, San Javier, Santa Ana del Yacuma, Exaltación, Puerto Siles, Guayamerín, Riberalta.

En Gran Bretaña —cuenta Liz desde su hotel, un balneario de Santa Ana—, drenaron las propiedades inundadas con la ayuda de unas potentes máquinas que trajeron desde Holanda. Contaban, además, con centros de apoyo estratégicos para atender a los más desprotegidos. Y estaban insertos en un entorno más convencional, menos salvaje.

Aunque todo fue muy diferente en su país, hay una inquietud que sí comparten la granjera y sus pares amazónicos. Ella también afrontará con desconfianza el próximo invierno:

—No sabemos cuánto lloverá. Y se hace bastante difícil adivinar. En estos años han cambiado mucho los patrones climatológicos —alerta.

Al día siguiente, un sábado, el viaje en barca a motor desde Santa Ana —la mayor parte, a través del río Mamoré— se convierte en un safari accidental: delfines rosados, lagartos, playones de arena, peces que saltan. La embarcación tarda alrededor de tres horas y media en abordar el puertito de Soberanía. Y una vez allá, los pies mojados se encienden casi al instante, en cuanto uno desciende y toma contacto con el suelo seco.

La comunidad de Soberanía —al menos, a primera vista— es Pitufilandia, un cliché, un paraíso: casitas sobregiradas que se reparten por uno y otro lado como si fueran hongos, gallinas que cacarean, indígenas mobimas que acuestan a sus wawas a la hora de la siesta, cocinas que humean, amaneceres de película, atardeceres de cuento.

Y tras el decorado: la realidad. Una realidad con muchos contrastes: baños ecológicos que producen abono natural, linternas que se alimentan de la luz solar —pero que no siempre funcionan correctamente—, un tanque elevado que pronto intentará garantizar agua potable permanentemente y unos chacos de cultivo que no siempre dan lo que prometen (y lo que prometen es: sandía, plátano, yuca, pepino, otras hortalizas).

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