(Por Franco Sampietro)
Todo el mundo, alguna vez, ha sentido la experiencia de leer (o escuchar) un poema y sentirse enriquecido después de ese rito, y la razón es sencilla: la poesía transmite un tipo de conocimiento. La dificultad estriba en definir de qué tipo de conocimiento se trata.
El papel del poeta consiste en transmitir esa clase de saber, que daría la sensación de expresar una verdad de un modo mucho más profundo que en el lenguaje al uso. Básicamente, lo que más pareciera es decir la inmensidad oculta de las cosas más pequeñas. O la tragedia unánime de aquello que en apariencia es solamente un problema. Y es que la poesía funciona como un caleidoscopio, donde el detalle más humilde nos explica el conjunto.
Este es el motivo de que el lugar común afirme que entregarse a la poesía es una forma de condena: al insomnio, a la amargura, a la lucidez extrema. Y por si fuera poco –como es obvio- la actividad poética no se reduce a un trabajo de la sensibilidad o la inteligencia o a una artesanía sobre la palabra: es una forma de ser y de estar en el mundo conviviendo con los seres y las cosas.
El que se mete de lleno en ello, entonces, repite el dictamen de Leopoldo María Panero: “Desde el principio supe que no había salida. Que no usen mi torpe biografía para juzgarme”.
Todo aquél mínimamente familiarizado con la poesía no necesita leer una biografía para saber quién es un verdadero poeta y quién un advenedizo o un turista de la rima. De modo que aún sin haber leído ni un mínimo porcentaje de sus versos ni conocer los detalles de su vida, me basta lo que tengo a mano para entender que Hugo Amicone pertenece, en efecto, a ese reino de bruma.
Autor de más de veinte racimos, publicó solamente dos a la fecha, acaso por su aversión a los grandes gestos o su desconfianza pessoana a la opinión de terceros (“el verdadero destino noble es el del escritor al que no se publica“, dijo de muchas formas el bardo de Lisboa). Su perfil bajo hace carne un fragmento propio: “vivo en modo poeta”; su vida cotidiana, pareciera el avatar de otro de sus frutos: “sólo sé que vivo en un desierto. Y busco agua”.
Llegó a Tarija desde Tucumán, Argentina, a finales de los 80´ y como todos tuvo una vida cotidiana olvidable, encima de la subterránea de hacedor de maravillas. Su “vigilia continua” lo llevó a producir una vasta obra que lo justifica: son pocos los casos de tan completa vocación poética. Contemplándolo vivir (los que tuvimos la suerte de hacerlo), se diría que se enfrenta al mundo dispuesto a aprovechar lo que el mundo tenga a bien regalarle como materia del poema: alguien que recurre a la poesía para encontrarle algún sentido a la espiral que nos traga.
En ese afán, el veredicto es lapidario. El hombre no puede ser feliz, pareciera decirnos del mismo modo que lo dice Lacan, ni aquí ni en ninguna parte. Porque la flor viva que crece sobre el suelo de estos versos tiene sus raíces bien hundidas en la turba del desengaño (“El silencio alrededor es un bosque talado donde ya no resuenan los ecos ni los pájaros”. En otra parte: “hasta la conciencia universal te llama a colaborar con la injusticia”). Y sin embargo, alimentado de la frustración y la rabia, la gratitud es la energía que pareciera impulsarlo. Gratitud por el derecho que todavía nos queda a las felicidades minúsculas.
Y por supuesto, a la misma poesía. Una ancha memoria agradecida lo asiste en cada una de sus entregas; con igual intensidad paladea los laberintos de sus epígonos, a los que siempre cita. Y en tal sentido, llama la atención la huella dactilar de este poeta, porque si bien se empapa en una dilatada tradición que lo precede, la escuchamos al mismo tiempo como absolutamente nueva.
Si un adjetivo eligiéramos para definirlo, tensión sería el susodicho. Correcto: en él se conjuran el fondo y la forma en una mirada implacable. Una voz que conjugara el relámpago y el adobe, para expresar una meditación profunda (también sobre el sentido de su arte) capaz de desentrañar el más mínimo tejido del pespunte. La realidad cotidiana, así, es “un frío infierno de ceniza” donde “hasta a un inmortal le llega su semana santa”.
Como autor decantado de a poco, por otra parte, cabría agregar que con el tiempo se fue volviendo más pesimista y menos narrativo en sus versiones, para incurrir en un lirismo más puro. Las andanzas cotidianas parecieran importarle menos, el poema brota más de sí mismo, el sujeto individual tiende a disolverse en aras de una situación arquetípica, ganando en universalidad lo que pierde en autobiografía.
Sin duda aprendió bien la lección de libertad del surrealismo, ya que a pesar de la experimentación (a veces, desaforada) el elemento irracional nunca es gratuito. Las imágenes y metáforas más arriesgadas –que sin embargo conservan siempre una voluntad de claridad semántica- hacen que el vínculo comunicativo se establezca en un ámbito más allá de la lógica. Esta poesía, como toda la gran poesía, es como un rayo inédito iluminando lo que hay fuera de la caverna.
La lección que nos deja Amicone, finalmente, es la consecuencia de vivir en carne propia la poesía: la única posibilidad de escribir verdadera poesía. Lo que tienes ahora al alcance de la mano, hipotético lector apasionado, es una generosa compilación personal de sus creaciones hasta la fecha. Es un tesoro que nos toca a los tarijeños, producida en Tarija, con sensibilidad, con temas, con aire y con seres tarijeños. Y por si fuera poco, es la primera vez que se muestra.