Franco Sampietro, escritor, realiza una reseña sobre la obra del difunto Edgar Ávila, sus textos y su escritura son un legado importante de la literatura tarijeña y destaca los más reconocidos en su mirada.

Avalia Echazu partió de este mundo el día martes sus restos son velados el día de hoy y posteriormente será enterrado en el cementerio general

   (Franco Sampietro)

                                                                                 Vale más un verosímil imposible

                                                                                 que un posible verosímil.                            

                                                                                                     Aristóteles: Poética

 Si alguna virtud tienen los cuentos de Edgar Ávila Echazú es haber fusionado impecablemente el costumbrismo tarijeño con los relatos fantásticos, en especial los borgeanos: allí radica su virtud como escritor y su principal aporte a la literatura en general y a la tarijeña en particular.

 Por el lado tarijeño, lo que prevalece es algo así como un afán por traer a colación espacios y valores que el tiempo ha ido desapareciendo, como el fantasma huidizo de una calle, una costumbre, un personaje estereotípico, un pueblo arcaico al que la modernización no habría trastocado todavía: eso que pertenece al espacio inmemorial del mito. Por el lado borgeano, comparte la lógica de su puesta en escena, la manera casi matemática en que desarrolla la trama, y también muchos de sus temas; pero sobre todo, el hecho de que, partiendo de un argumento realista, se vale de un método alegórico para mostrar la doble o múltiple significación de un relato y resaltar así el orden finalmente incomprensible del universo.

 El secreto de ese logro descansa, básicamente, en los distintos niveles de intertextualidad que superpone, donde hayamos un argumento narrativo y a la vez uno teórico, una pregunta no planteada abiertamente en la trama pero presentada como ficción en el cuerpo del argumento, y sobre todo, un cruce de papeles entre el autor de la historia y el narrador de la misma. Así por ejemplo, en el caso de su pieza más famosa (y acaso la más perfecta), El Códice de Tunupa, los niveles narrativos que utiliza son tres: un narrador de primer orden, que corresponde al de la crónica del fraile Gaspar Luis de Echazú en el año 1568; uno de segundo que se refiere al comentador de esa crónica, José Felipe Echazú Arce, terrateniente y supuesto tío del autor real que, se nos dice, halló por casualidad el manuscrito en 1875 y dejó constancia por escrito de ese encuentro; y uno de tercer orden, que hace las veces de narrador final de toda la historia y que –entendemos- corresponde al autor real del relato, Édgar Ávila Echazú, que habría encontrado, también por azar, el escrito del anterior, en 1971. 

 En suma, echa mano de un eficaz plegado de fronteras entre mundos disímiles, como el pasado y el presente, la ciudad y el campo, la civilización y la barbarie, certezas dogmáticas y dudas culturales, Europa y América, libros y soldados, religiones indígenas y catolicismo romano, crónica histórica y ficción a secas, datos biográficos o personas reales junto a personajes inventados.

 Como resultado, genera una visión personal de la historia de Tarija que un lector poco avezado confunde con la historia real. A esto último contribuye, en el caso del Códice –en un gesto de gran eficacia narrativa-, el artificio de copiar al final un supuesto “Informe de la Academia de Historia” (no se nos aclara qué Academia de Historia ni de dónde) enunciando con minucia la existencia efectiva del personaje. Así por ejemplo, una biografía del mismo, Fray Luis Gaspar de Echazú, como parte del volumen “Biografías de los sacerdotes cronistas de las Indias, cuya segunda edición consultada estuvo “a cargo de C. Franck, en la editorial F. Wieweg, París, 1882”. También, una “crónica inédita” llamada “Relación cronical de los varones ilustres que regentearon las primeras doctrinas en el Perú y el Collao, del agustino Jesús del Palmar, escrita entre 1598 y 1602 (cuyo original es propiedad del Dr. Roberto Echazú)”. Además, una “Relación de biografías y hechos de los doctrinarios y predicadores que sirvieron a Ntra. Sta. Iglesia en los Charcas, Tucumán y Chile, del jesuita Federico de Velazco, editada en Lima en 1678”. Finalmente, abunda incluso en pruebas de la existencia del personaje que lo secunda en su periplo: “Existió un curaca aymara de Huaqui llamado Huamán Huillka Kulani Illatiki, el mismo que presentó testimonio en una encuesta efectuada por el escribano de la Audiencia de Charcas, Don Luis de Navanuel, en 1565. Fragmentos de esa indagación se encuentran en la biblioteca de la familia Ávila, en Tarija”.

 Por supuesto, como texto histórico (el rasgo que más resalta el narrador contemporáneo en el relato) no tiene valor real, comenzando porque se sitúa de antemano en la ficción. Y es que el meollo de la controversia radica, como es obvio, no tanto en el relato mismo de Édgar Ávila como en la forma en que es recepcionado. Correcto: las clasificaciones dependen menos de la esencia de los textos que de los modos en que son leídos; en la cita famosa de Humberto Eco: “Un texto es un mecanismo perezoso que requiere de un lector que lo ayude a funcionar (…) un texto es un espacio en blanco que cada lector rellena con su competencia específica” (de Apocalípticos e integrados). 

Para empezar, El Códice de Tunupa se inscribe en esa tradición clásica de textos de viajeros en tierras desconocidas y salvajes, donde encuentran costumbres que son espejos, irónicos o alegóricos, de las sociedades de las que han partido. En efecto, muchas utopías y distopías clásicas se han construido sobre el relato de un viaje, porque el encuentro de dos culturas desconocidas hace posible poner en contacto dos formas distintas de imaginación: la del visitante y la de los visitados. Como Jonathan Swift (Los viajes de Gulliver), Tomás Moro (Utopía), Francis Bacon (La Nueva Atlántida) o Tommaso Campanella (La Ciudad del Sol), también Edgar Ávila encara un tema moral y político a través del Códice. Y el conflicto que allí se genera, vale concluir, es uno que está en el corazón de la cultura tarijeña actual y contemporánea: la controversia entre el origen español y el origen andino de estas tierras. En cada una de sus impecables ficciones, acabará tomando partido siempre por la primera.

 A propósito de sus otras ficciones (es muy difícil que El Códice de Tunupa no fagocite al resto del libro, e incluso de su obra), comparten más o menos esos mismos rasgos, ya sea como creaciones históricas o costumbristas. Así por ejemplo, Ayo Ayo relata una escena macabra de la guerra civil boliviana, demasiado conocida y con más densidad que una pesadilla. Los duendes –de índole poética y levemente humorística- remite al Cortázar de Historia de cronopios y de famas o al Wilcock de El libro de los monstruos. El caso de Torna Torna, mientras, recuerda por su tema, su tono y su atmósfera a otro cuento del mismo Edgar Ávila: El encuentro. Una música nunca olvidada, por su parte, recrea como una epifanía o como un déjà vu una escena de la infancia. En cuanto a El manco, la obviedad de su título es casi un perogrullo; nada más resaltemos que narra la biografía imaginaria del Moto Méndez.

 (Como un inciso necesario a los que impugnan sus invenciones –una vez más- confundidos por la contaminación con su obra histórica, podríamos repetirles el dictamen de Dumas sobre la novela histórica: “si viola a la Historia, es para hacerle hijos hermosos”).

 Edgar Ávila fue diplomático, amén de pintor, historiador, novelista, poeta, ensayista y cuentista. De su vasta obra literaria, preferimos como lo mejor sus tres compilaciones de relatos; de entre estas mismas, el transitado Códice de Tunupa. Desde el año 97´ es miembro numerario de la Academia Boliviana de la Lengua.

                        (Del libro aún inédito Para un canon tarijeño)

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